De nuestra redacción.– Promediaba el verano caliente de 1972 cuando la figura casi infantil de un hasta entonces ignoto vecino, Carlos Eduardo Robledo Puch, ganaba notoriedad al ser detenido y acusado por la comisión de diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio. 17 robos, una violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos,. Fue una noticia desgarradora que golpeó con fuerza en una sociedad desacostumbrada a desnudar sus costados patólogicos. Esta vez no se trataba de un “lumpen” aherrojado por estratos superiores sino de un joven proveniente de una familia típica de la Zona Norte, de buen pasar económico, aceptable nivel educativo y “futuro promisorio.” La conmoción que causó en el ámbito local -que aún conservaba cierto hálito pueblerino-sólo puede ser comparada en cuanto a la repercusión,y salvando las distancias que hubo entre ambas situaciones y ser también diferentes las circunstancias que las impulsaron, al asesinato del concejal Ray, en 1925, aunque lo único en común fuese que ambas historias tuvieran como escenario dos barrios residenciales. La nota que sigue refiere una sucinta cronología de parte de aquellos hechos, vistos por la lente de un cronista policial que siguió las alternativas del caso y que, cuarenta y cinco años después de sustanciarse el caso, vuelca sus impresiones. No es una mera crónica, y en tanto se ha recurrido pura y exclusivamente a la memoria, hasta es probable que algunos detalles se hayan pasado por alto. Pero lo esencial se ha mantenido vivo y palpitante, como dicen que vivo y palpitante, esperando (o negando) un casi improbable indulto, está Carlos Eduardo Robledo Puch… – que se aferra a una Biblia gastada como un náufrago a una tabla podrida que se va astillando a medida que el agua la erosiona. Sus ojos color de agua miran hacia ninguna parte y recorren de memoria las sinuosidades de los muros de Sierra Chica. Para el micromundo de sucesos rutinarios, al que no llegan siquiera los ecos de la ruta próxima, Carlos Eduardo Robledo Puch resulta indiferente. Será en balde que cargue sobre sus hombros un récord de dudosa homologación y que sus manos jamás hayan temblado a la hora de apretar el gatillo. Vive muy solo sus horas Carlos Eduardo Robledo Puch. Por eso recorre el largo camino entre la biblioteca y su celda abrasado por sed de lecturas. Aventuran que ha modificado su lenguaje y que adquirió el vocabulario de los protagonistas de las novelas que lee. Habla poco porque en la prisión se habla poco. Toda historia ha sido contado a una vez. Allí el miedo no transita por el pasado. Hay miedo por el futuro. Por eso quizá, y porque la espera de un indulto para la condena perpetua semeja un péndulo, y porque la conmutación es una simple frase varias veces reflotada, según los tiempos y los gobiernos, y porque ya casi no hay risitas para el hoy largamente maduro Carlos Eduardo Robledo Puch, por todos esos “porqués” hay largos silencios y cigarrillos hondamente sorbidos en pitadas de moribundo. Aseguran que repite “no” aunque ahora no tan frecuentemente ni con tanta desesperación como hasta hace unos años- apenas alguien quiere indagar en los crímenes ( ¿diez, once, cuántos?) que cometió o que se le adjudican. Por todos esos “por-qués” hay una Biblia gastada que enmarca citas prolijamente subrayadas. Acusado de tantas muertes, Robledo parece dispuesto a “perdonar”, según su óptica moral a quienes lo “condenaron injustamente”. *Otras veces se enerva, se encrespa y lanza chillidos histéricos de mujer. Aseguran que mueve sus manos -finas, delicadas, absolutamente impensables para oprimir una 45 entre los dedos-con la fineza con que acariciaba el piano en las clases que le dictaba la profesora Dávalos, a finales de 1967 o principios de 1968. Hace rato que “Leche Hervìda”, como le llamaban sus amigos de la barra de la calle Borges, fue condenado. Sus manos nunca más acariciaron el piano que hacía sonreír de contento a la señorita Dávalos. Las manos que hace más de cuarenta y cinco años…
CAH
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