De un nostálgico vecino: Usos y costumbres del barrio

De nuestra redacción- Acaso fue don Miguel de Unamuno, aquel vasco catedrático empecinado en un amor dramático por su España malherida, el que dijo que érase el hombre y su circunstancia. La circunstancia del hombre -del hombre de mi niñez- era su continuidad física prolongada por el uso invariable e inevitable del sombrero. Un sombrero negro, de alas no muy anchas, que por lo general habitaba la testa hasta el momento de acostarse. El sombrero, característico de las manifestaciones cívicas, que emparentaba las clases sociales, más allá de las filiaciones, por lo uniforme de su vestimenta. Los que categorizaban a los más pudientes -que por lo general no hacían mitines- eran el Orión o el “funghi” a lo Maxera (que exhibían en el Hipódromo Argentino, en Palermo), sin despreciar el clásico “rancho” a lo Chevallier que usaban procuradores, cagatintas y empleados tribunalicios.

El sombrero, pulverizado a fuerza de naranjazos en cancha de Huracán, en las postrerías de 1928, según un aguafuerte de Roberto Arlt, que narraba las desventuras de un sufrido ciudadano en un campo futbolístico. Siempre el sombrero, como resguardo, como refugio, como símbolo de elegancia y como muestra de abandono. El sombrero que ciertos honorables viandantes solían hurtar de los percheros adosados a la pared de fondas y restaurantes para cubrirse de las inclemencias del tiempo frío -que lo era mucho más que ahora- o para venderlos, si lo ameritaban, en algún negocio de ropavejero de la calle Libertad. Pero todo tiene su fin: pasado el tiempo, descubrimos que en las manifestaciones multitudinarias, que en las galas de los teatros o en los paseos públicos, los hombres iban “en cabeza”. Advertimos además que habían desaparecido los planchadores de sombreros y los sombreros mismos en las vidrieras tradicionales. Para homenajear su memoria, nos lo habíamos quitado por última vez. Y desde entonces parecimos más huérfanos, más desnudos, más propensos a las inclemencias del tiempo y de la vida. Nos habían descabezado.

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