Nuestra comuna

De nuestra redacción.- La miseria humana no tienen límites. Forma parte intrínseca de cierto “homo erectus” desviado por perversiones y amigo de vivir sin trabajar. Que lo digan si no aquellos ingenuos que son visitados en sus casas por un “asustado” albañil que asegura que trabaja en una obra de “por aquí” y que, en bicicleta, acompañado por un niño de corta edad, reclama ayuda para un compañero de tareas que cayó del andamio y debió ser internado en terapia intensiva del hospital. La ayuda consiste en “unos pesitos” porque los remedios recetados son carísimos y se trata de una emergencia. El estafador visita casas en donde viven personas ancianas, en lo posible solas, y vuelca su histrionismo en un llanto que conmovería al más pintado. A dos señoras jubiladas de Pompeya, les hizo el “cuento del tío” y les sustrajo plata de sus jubilaciones, y la operación la repitió con otros vecinos que prefieren olvidar el episodio. A los exponentes de esta clase de delincuentes les debiera caer todo el peso de la Justicia, sobre todo cuando utilizan niños para dar visos de seriedad a la vulgar estafa que cometen en perjuicio de los que son más indefensos.

A medida que los tiempos avanzan, también lo hace la tecnología, y ahora, como ya nadie abre su casa a desconocidos aunque se lamenten,  utilizan métodos mucho más sofisticados, como vestir uniformes de alguna empresa de servicios y dar incluso el teléfono al que se puede llamar para corroborar su autenticidad.

Por supuesto el teléfono es atendido por un cómplice que asegura que fue la empresa la que envió a ese solícito técnico para reparar algo que se había sido detectado en la instalación del servicio. Y una vez abierta la puerta, no hace falta mucha imaginación para saber lo que sucede.

Otro de los engaños, que ahora fue reemplazado por la falsificación o el robo de tarjetas bancarias o el usufructo de créditos solicitados telefónicamente por un incauto, era el de llamar a la madrugada, fingiendo la voz de alguien lloroso y desesperado pidiendo ayuda al grito de: Mamá, me tienen secuestrado y me van a matar si no dejas tu dinero en la puerta  para pagar mi rescate! , o algo similar. El llamado desesperado tenía dos o tres variantes, a gusto del estafador. Obviamente, siempre había algún anciano o persona mayor que no podía comunicarse con su hijo o hija, asustado y medio obnubilado por la hora de la llamada, que caía en la trampa y entregaba sus alhajitas de oro -recuerdo de otros tiempos mejores-, o esos pesitos ahorrados con mucho sacrificio.

Los tiempos pasan y la vida se moderniza, pero eso no es obstáculo para que la maldad y la miseria moral no ataquen siempre a los más vulnerables. A ellos , como decíamos al principio les debe caer todo el rigor de la ley.

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