De nuestra redacción.- A veces se suelen dar situaciones que parecieran más bien extraídas del archivo inventivo de algún libretista en boga que de la realidad cotidiana, por aquello de qué, cuanto mas nimias en apariencia, más se parecen a la rutina diaria.
El tema que recordamnos puede parecer pequeño, pero a la luz de las consecuencias que arrastra en todo el mundo, cobra significativo valor.
Un viejo cuplé español -adaptado al 2×4 de nuestro tango-decía, en los albores de los “años locos”, que “fumar es un placer genial, sensual” y hablaba de largas esperas del ser amado mientras se echaban humosas bocanadas de tabaco rubio Virginia, suficientes como para contaminar el ambiente en que se produciría tan apasionado encuentro.
Aunque las escasas estadísticas existentes ya decían entonces que fumar era dañino para quién lo hiciera, no se conocía todavía la figura del “fumador pasivo”, que vino a resultar obligado consumidor de cuanto humo anduviese suelto en lugares cerrados, fuesen públicos o no. En los últimos años, la batalla por el aire puro sumó incalculable masa de adeptos y los fumadores se pertrecharon en rincones umbríos y en baños de oficina, frente al avance incontenible de la “ola ecológica”.
Las estadísticas habían comprobado, finalmente, que a los fumadores más les habría convenido combatir en la Segunda Guerra Mundial que fumar medio paquete de cigarrillos por día, según se desprendía de las expectativas de vida de unos y otros, que, demás está decirlo, quedaban reducidas a cero en el caso de soldados fumadores.
Hace años, basados en informes sanitarios suministrados y en la denuncia de los afectados indirectos por las sustancias nocivas que contiene el cigarrillo, se votó la norma que determinaba la prohibición de consumir tabaco, en cualquiera de sus formas, en ámbitos cerrados, con concurrencia de público.
Ejemplar medida, porque así como el fumador tiene derecho a decidir cuántos cigarrillos va a consumir, aunque ello le cueste la vida, el no-fumador tiene, a su vez, derecho a exigir que no se le haga compartir esa agonía, cuya ficción más absurda fue destinarle, en algunos bares, mesas contiguas a las de los fumadores, sin separadores ni tabiques.
Luego se desarrolló una labor correctiva que sentó precedentes en cuánto hace a la defensa de los derechos de todos los ciudadanos.
Quedaron comprendidos en la medida edificios públicos y privados con concurrencia de público, comercios, salones, aulas, talleres, restaurantes, confiterías, bares, salas de espectáculos, establecimientos de salud, transporte público de pasajeros y, además, a los comerciantes que expendan tabaco a menores.
Decía el cuplé citado anteriormente que “fumar es un placer genial, sensual”, pero habría que aclarar que sólo es para quienes tienen ganas y lugares privados para hacerlo, siempre que no afecten a los demás.
Parafraseando la lunfardía magistral de don José González Castillo, en esa ocasión, se actuó “sobre el pucho”
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