
Exc p/Novedades.- En un rincón del escritorio yace arrumbada la vieja máquina de escribir Olivetti, orgullo de su época, concebida como un perfecto instrumento para la comunicación, con rodamiento a rulemanes y lineas aerodinámicas. La importaban desde Ivrea, en Italia, y adquirir la primera para reemplazar a una muy castigada “Royal” que me habían regalado mis padres, significó entregar la vieja en parte de pago y empeñarme por un año o más en documentos escalonados. ¡Cómo se deslizaba mientras sus teclas casi perfectas golpeteaban el papel con una música acompasada y frenética! ¡Cuántas historias se tejieron sobre la mesa del comedor y cuántas cuartillas borroneadas fueron acometiendo, a veces imprudentemente y con ferocidad, la crónica diaria de los hechos sin importancia! ¡Cuántos poemas se tejieron en su trampa mortal y enseguida fueron desechados en pos de otros mejores que nunca llegaron o, si llegaron, fueron a parar al canasto! Un día llegó una segunda máquina de la misma marca, pero más moderna y sin teclas metálicas, y después una tercera. En una escribía libretos radiales, en la segunda, más liviana al uso, las páginas que deseaba preservar, y en la tercera, siempre a mano, las notas periodísticas que siempre llevaba en el bolsillo en señal de alerta por si en las redacciones por las que pasaba eran necesarias para el premioso “cierre”.
No había manera de equivocarse: aquella servía para escribir en “lunfardo” con rapidez, mientras que la más nueva era eficaz para desarrollar sesudos editoriales para cierta empresa editora de libros. La del medio comenzó a fallar y el técnico no encontró las causas de su desfallecimiento. Respetuosamente, se le indicó reposo absoluto por cierto tiempo. Y allí se quedó, aceitada cada tanto para conservarla, como testigo inevitable de las ilusiones puestas en este oficio de escribir. Cuando llegó la computación, las máquinas mecánicas pasaron a mejor vida. Yo las tengo a mi alcance, siempre dispuestas a salvarme de un apuro en el trance de un corte de luz, o para evocar los mazazos de boxeador con los que castigaba al principio a la vieja “Royal”, o para recordarme que mis hijos, al comenzar a gatear, se iban apoyando en mis piernas, junto al escritorio, y seguían morosamente el compás eterno de esas compañeras de camino que me dictaban al oído lo que debía escribir. Cada tanto escucho su música plena y no puedo dejar de emocionarme.
CARLOS ALBERTO HERNANDO p/ Diario Novedades