De nuestra redacción.- El filósofo de ocasión se distiende en la silla thonet del viejo bar de La Boca, chasquea los dedos y habla, habla, habla… ¿Cuánto tendrá de razón cuando dice que no se puede vivir ni un solo instante en el pasado ni de el ayer? Blasona autoridad desde sus pómulos huesudos y esa inocultable suficiencia de los que han vivido la vida hasta el último sorbo y ahora, cínicos, analizan, presumen, discurren y hasta polemizan, desde el trono imposible de un bar, acerca de la vida de los demás.
Es el verdugo que tiene por misión escarbar las heridas, apretar las pústulas para que manen sus purulencias y se renueven en su infección. Y ataca con armas no convencionales, porque provoca, a la manera de cierto existencialismo postrero, esos vacíos que tanto mal hacen al alma de los seres ingenuos. La rotundez lo exacerba y lo exalta hasta destruir, uno a uno, aquellos conceptos que le son ajenos. Para él no hay probidad, ni ética, ni espiritu, sino emulaciones y accidentalidades. La perspectiva inclina la mesa hacia el futuro. Después de todo, el pasado y el tiempo son afirmaciones inconsistentes de la memoria y, por tanto, abstracciones, minucias, hojarasca que el viento se encargará de desparramar.
Lo peor de esta especie de filósofos es que abundan y hacen escuela. No hay mejor escuela para caer en el foso de los principios muertos. Nada es lo que se pensaba. El dedo índice fagocita miradas, se transforma en lanza en ristre y hiere más que una espada. El filósofo, además, cree en lo que sostiene y avanza sobre campo previamente arrasado: ¿qué son los valores? Palabras, palabras, palabras.
El infatigable comprador de sueños se queda escuchándolo: tragará hasta el fín cada uno de sus conceptos. No hay Dios, ni amor, ni solidaridad, ni poco más que ciertos claroscuros que se insinúan a partir de las seis de la tarde.
Poco más allá del mediodía, cuando el bar se llena de oficinistas, el filósofo se enhorqueta en su caballo de cartón y se aleja, al trote, rumbo a su escondrijo. Ha llegado la prosaica hora de comer.
En medio del bar se hace un silencio. Alguno de los habitués, molesto, comenzará a hablar del estado del tiempo, y el comprador de sueños se quedará amarrado a la silla vencido por la verborrea del gurú que se fue a almorzar.
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