p/Nov.- Alguien levanta la mano en un gesto de despedida y quizá de conmiseración, como si dijera: “Echa a andar, porque, después de todo, estás condenado a retornar a este mismo andén, y el castigo será que no estaremos para recibirte”. Ese alguien es el rostro de un diariero -siempre, en toda estación solitaria, hay un diariero, o un maletero, o un estafeta, que alzan la mano para saludar a un desconocido- que sonríe desde su filosofía pardusca como la tinta de los impresos que vende. De tan avezados se vuelven siniestros: no hay manera de eludir ese imperativo que un buen día nos hace volver sobre nuestros pasos, como al caballo que le obligan a cambiar la pisada para curar la bichera, para retornar al viejo escenario. ahora destruído, asolado por las lluvias y los soles, apilado en hierros oxidados que reclaman urgentemente el retorno a la vida.
Esa mano en alto es, en sí, la temida condena. Porque se alza cuando promete un retorno que no queremos, porque nos insta a la remembranza y a la melancolía, porque nos maniata una y mil veces para que atemos una pesada piedra a nuestros pies y prescindamos del éxodo, del andar haciendo caminos como proponía Antonio Machado.
Hay quienes se sienten condenados a volver. Desoyen los consejos de la experiencia y en el preciso instante que el tren arranca vuelven la cabeza, como la mujer de Loth, para recuperar de una vez la imagen del andén empequeñeciéndose hasta caber en la litografía de una caja de fósforos. Allí es cuando han quedado convertidos en una estatua de sal que los va a llamar para siempre. Hay quienes bajan en la estación que sigue y desandan el trayecto de retorno a la carrera, arepentidos y angustiados, porque la vida más allá de esas fronteras angostas como costillares es una incógnita, un bingo, una tenaza que desgarra. El diariero, en medio del andén, que lo sabe, sonríe mirando para otro lado, pero sabe que la derrota que ha infligido su mano en alto es irremidible para el frustrado viajero.
Pero quizá haya algo más grave que el retorno temprano o demorado: el exilio perpetuo, la huida, la puesta permanente de distancias entre el lugar que nos fue dado y el que buscamos como una quimera (o último refugio). Es una condena al retorno sin retorno. Porque nunca nos fuimos pero siempre volveremos.
Carlos Hernando
Be the first to comment