El 17 de agosto de 1850, a las tres de la tarde, se extinguía en la villa de Boulogne Sur-Mer, en Francia, la vida del general don José de San Martín. En el ostracismo -¿elegido o impuesto?-, lejos de estas tierras que ayudó a liberar, expiraba uno de los dos grandes libertadores del continente.
Después de galopar la llanura, de ir desfilando por los senderos rocosos, de recostarse contra las mesetas del macizo andino, de oler la sangre fresca de jinetes y cabalgaduras destrozados por la metralla sorpresiva; después de caminar bajo ese cielo estrellado de la pampa que nunca termina; después de todo ese ir y volver de resoluciones burocráticas nacidas en los despachos ciudadanos, San Martín pidió paz.
Paz para los tiempos de paz; paz para esta tierra irredenta; paz para sembrar, para levantar poblados, para formar familias y para criar hijos que sean la nueva simiente.
Los ciudadanos, herederos de su legado, también queremos vivir en paz, sin inseguridad, sin violencia, sin injusticias.
Como hacedores de nuestro destino, solo nosotros, aunándonos en el intento, somos los que podemos lograr esa paz que pedía San Martín.
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