De nuestra redacción EI mundo viene a nosotros aunque nos neguemos a recibirlo. Irrumpe de manera sorpresiva y generalmente injusta porque destruye otros pequeños mundos que pudimos haber creado en tomo para defendemos de esa voracidad ilimitada. El mundo se introduce por Ia cerradura y nos atenaza. Vivamos donde vivamos. No faltará quien diga que nada es posible sin ese universo exterior del que renegamos en beneficio del propio. Tiene razón. Nada es posible. Salvo los sueños, las esperanzas, las ilusiones, las utopías y la soledad.
Nuestra infancia era, por aquellos dias, un recoveco infimo en el añoso nudo de un árbol de damasca (o albaricoque) o el ronronear del tábano en ciernes a la alta hora de la siesta, cuando el murmullo de la tarde se confunde con un sonido ronco y difuso, y nos dejaban ir a la Plaza del barrio a encontrarnos con los amigos, tan crédulos como yo, donde en charlas asombradas se construían los fantasmas del lugar
La hora que el Viejo de la Bolsa -ese personaje de carne y hueso que nosotros veíamos pasar cada tarde, exactamente a las 2 PM carreteaba por los veredones municipales de mosaicos vainilla cubiertos de musgo y tropezando, tropezando, abria su saco para mostrarnos que allí dentro guardaba sus presas.. Todavía no había irrumpido el otro mundo, dónde los hombres de la bolsa adquirirían expresiones más humanas y a la vez más siniestras. Otro mundo civilizado donde la referencia a arañas o libélulas de intensos colores arcoiris a la luz del sol, no podrían ser sino apelaciones al asco cívico y urbano, compuesto y pavimentado.
Tiempo del modo indicativo del pretérito indefinido del verbo “amar” (Sin Erich Fromm aún), de los pañuelitos bordados, de las cartitas de amor escondidas en el último repliegue de un bolsillo y frenadas en un viaje de alas desplegadas por el pudor y la vergüenza… Esos sucesivos planetas creados a la medida de nuestras propias limitaciones no estaban gobernados por los hechos de rutina. Eran tan genuinemente nuestros!.
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