Pequeñas historias barriales en el Día de la Madre. «Las manos entrelazadas»

Excl p/Novedades.- Homenaje de un vecino de Patricios a su madre. Un vecino que podrìa ser cualquiera de nosotros

«Le acaricia las manos. Cada tanto  ausculta la tibieza que se esconde  entre el hueco de los dedos flacos,  como raíces, que se van contrayendo en su  pulpa, y tiene miedo. Sabe que toda frialdad  y toda tierra han sido maceradas con el calor  de los que fueron.

Quisiera retener para  siempre la sangre bullente que late en el  costado ahora con fuerza menguante.  Esas manos que fueron albergue para tantas  penas y que plantaron pequeñas simientes,  que despejaron de lágrimas los ojos castaños  de sus hijos y se entrelazaron en rezo cuando su amor jugaba  la vida a una sola cana, están quietas, replegadas sobre las  sábanas, y aún asi, en el descanso, parecen activas y  dispuestas a seguir sembrando o a darle de comer a los  pájaros de la mañana que aparecen por el suburbio con  menos frecuencia que antaño.

¿Cómo no tener miedo? ¿Cómo evitar esa punzadita que  toca el costado al mirar víejas fotografias, a recordar una vida  que se antojaba plena y que, sin embargo, se fue deshojando  en esperanzas que nunca se cumplieron?

Las manos se deforman como el tiempo que  llega a la memoria en sucesión de episodios:  ¿Existieron, realmente, o son producto de esas  ensoñaciones que advienen en cabezadas  dadas sobre el viejo sofá del living?  Las manos de plegar pañales, de lavarlos, de  perfumarlos; las manos de frotar el jabón  aromático sobre las nalgas infantiles y correr el  cabello caído en un mechón arrebatado sobre  la frente.

Las manos, mágicas como la rosa rueda, en estado de vigilia, inquietas como las  hojas del otoño que sobrevuelan las calles de Pompeya y  caen, al fin, exhaustas.  Las manos que mira esta tarde, mientras ella le dice, después  de mucho tiempo, “te quiero», muy suavemente, sin que el  susurro de sus labios quiebre la paz del crepúsculo del otoño.  El tenue calor de los dedos se funde en otras manos. Por  veinticuatro horas se esfumará el miedo. Y esas mismas  manos, casi quebradas, serán mañana la rosa-rueda que  abrirá su capullo virgen para que el mundo siga mundo en un  ciclo reiterado y eterno.»

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