Pequeñas historias barriales. Recuerdos de una noche soñada

Nov.-Los veo transcurrir en fila india, vestidos por las sombras, escuálidos, con las espaldas embutidas bajo los hombros casi vencidos. Los veo cada noche, atentos a dar el paso justo, sin pisar al de adelante y evitar que los pise el de atrás. Ensimismados en quién sabe que recónditas cavilaciones, que obsecaciones diseminadas en el cerebro hasta martillarlo. Tal vez vacíos, en la nebulosa, en el penetrante pantano, en el laberinto sin cielos, en el dolor de los dedos que por momentos se estiran y contraen en un espasmo que se reproduce en la fila hasta que alcanzan el ritmo de un émbolo, como una vieja locomotora que impulsa y contiene para bufar definitivamente loca en procura del camino que nunca termina.

Los veo cada noche y no sé por qué presumo que esas manos temblequeantes, que esos ojos llorosos y perdidos, que esas piernas curtidas de mil golpes, no son otra cosa que las que amasan el pan que sirve mi mesa, que cosen mi ropa, que corren y pedalean en medio de la indiferencia. Esa larga fila a veces sufre una baja o dos. Pero nada altera el proceso: aparecerán otras figuras, siempre vestidas de sombras, siempre marchando a compás. Son perpetuos soldados de una eterna guerra perdida desde el comienzo. La nada grasosa de esta ciudad que come su pan y bebe su leche con la indiferencia de lo que se toma como natural.

A media noche, el coro de ronquidos es un lamento, una súplica o un agradecimiento. Los oigo hasta que caigo en el sopor y quedo dormido. Entonces, ante mi vista, se produce un nuevo desfile de sombras anónimas. Unas y otras desaparecerán durante el día. Y por unas horas recurriremos al olvido.

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