De nuestra redacciòn Aunque asegurara que su cuerda no comenzaba ni terminaba con el clásico prototipo que acentuaba su tonada cordobesa y se fundía en exquisita amalgama con el pretendiente excéntrico y risible de las “comedias rosas” características del sello Lumiton, se hace inevitable, al referirse a Tito Gómez, “El Cordobés”, recalar en ese personaje que lo lanzó a la popularidad a inicios de los 40s. Es que siempre fue la “cuña” introducida para sembrar cizaña entre los binomios clásicos de la empresa de Susini, Guerrico y Carranza: Mirtha Legrand con Roberto Airaldi o Juan Carlos Thorry, Thilda Thamar con Enrqieu Serrano o Susana Freyre con Eoberto Escalada, entre los más recordados.
La ingenuidad atribuida al hombre de provincias -máxime en aquella época- daba pie para los prototipos más asombrosos y ricos en matices: Gómez no los desaprovechó y la cámara no le fue ingrata. Era el único que iniciaba un filme con cédula de identidad: Tito Gómez era un personaje en si mismo, imposible de escindir de su sombrerito ramplón, ciertas poses entre afectadas y payasescas y un mar de risas seguras cada vez que aparecía con su voz aguda y estridente. Era el novio sacrificado por la pasión, la víctima propicia para que el galán de turno lo despidiera con cajas destempladas, haciéndolo víctima del más ominoso de los ridículos: caerse vestido en una gran piscina, por ejemplo, o ser el objeto de burla de un grupo de impertinentes. Su cuerda se afirmó en prototipos familiares: el hermanito cancerbero o el hijo político no buscado, y en todos ellos supo lucirse por su economía de recursos y por la gracia personal que emanaba de su estilo iniciático que otros correrían más tarde con diversa suerte.
Gómez acertó a componer la esencia de “Lumiton” en cuanto al candor novelesco de los clásicos trasladados a una época que ser acercaba a definiciones. La guerra proponía -y hasta ordenaba- comedias rosas, jardines inmensos, residencias principescas para contener a “las muchachas” y recibir a los galanes almibarados o maduros, sin olvidar al joven pobre, sin mácula, que vindicaba a los de su clase frente a los abusos de algunos adinerados. Los libros más prestigiosos eran minuciosamente traducidos y llevados al filme con criterio casi didáctico. Entretanto, el testimonio de Manuel Romero -con sus películas de 22 días de filmación y otros tantos de compaginación y edición- traía, asordinado, el grito de la calle y las sabrosas disquisiciones de Niní Marshall, producto finamente tallado en el estudio de Munro y transplantada más tarde a Argentina Sono Film, mediante un jugoso contrato que Mentasti le presentara. No obstante esas limitaciones propias de una empresa que filmaba ateniéndose a un presupuesto que no provenía de sus fondos genuínos -el sello terminó por ser una pesadilla para sus creadores- sino del bolsillo de sus directivos, Lumiton planteó un atendible punto de vista y alternó su despareja pero interesante producción con actores que cobraron nombradía en toda América gracias a los filmes que los productores introducían en un mercado ávido de cine hablado en español y al que no había ingresado todavía la mano sapiente y empresaria de los mexicanos, que finalmente se quedaron con la distribución, “fabricando” películas tremebundas y dramas negros -sin contrastes- que convertían a las pobladas salas cinematográficas en valle de lágrimas. En ese contexto, Gómez fue una pieza necesaria para mover, dosificar y elaborar un clima neutro y distendido, donde hasta el drama doméstico finalizaba con una amplia sonrisa por parte de los espectadores. Su “cantito” acentuaba el encanto y hacía adivinar, más que notar, que esa fama adquirida en Centroamerica había hecho esconder al actor heterogéneo que subyacía bajo esa especie de “macchietta” que no logró, ni por asomo, desdibujar su esencia.
Promediando diciembre, en coincidencia con la desaparición de Libertad Lamarque, también Tito Gómez, a los 80 años, emprendió el viaje sin retornos. Hacía mucho que no se lo veía en cine y la televisión le fue esquiva (o no quiso integrarse a su maquinaria) aunque la radio le brindó la posibilidad de seguir manejando su estilo de fábrica a través del microprograma “Gómez Tito, cordóbes y conscripto” que por muchos años se irradió al mediodía por LR3 Radio Belgrano. El latiguillo con el que se despedía era toda una definición: “Que aquí, al que se enoja…mejor es doblar la hoja”, alusión de varios costados, uno de los cuales se refería a sus auspíciantes: los fabricantes de las ya desaparecidas hojas de acero Legión Extranjera, “que afeitan la vida entera”. Su estilo zumbón se detenía aquí a describir jocosas peripecias de la vida de conscripción, con sus peculiaridades tan caras para quienes pasaron por el archivado servicio militar obligatorio.
La módica noticia de su muerte, capturada por algunos pocos medios informativos, contrasta con la profusión de adjetivos laudatorios que parecieran merecer exclusivamente contados artistas de actuación contemporánea. El olvido crece, en nuestra reciente historia artística, con la ferocidad del pasto bravo, y a su paso todo vestigio de vida anterior se remite a una nebulosa a la que no asigna importancia. Lo pasado, pisado. Aunque toda ignorancia sea inútil, porque Gómez, como tantos otros artistas, le dio la impronta a aquel heróico cine argentino de los comienzos y porque, desde 1942, se afianzó en el sello del hombre del gong y fue inevitable que en cada película que saliese de sus galerías no apareciese en el “cast”con la alegre inconciencia de sus 22 años recién cumplidos y un bagaje natural de guiños cómplices con la platea que lo proyectaron, junto a Semillita -otro pilar del humor joven de Lumiton-, en promisorio comediante, aunque de corta existencia. El sistema explotaba la veta de sus artistas ante el éxito asegurado sin intentar explotar otras vetas histriónicas: actores de carácter como Miguel Gómez Bao o Héctor Quintanilla eran éxito asegurado en cualquier película y con cualquier director y solo necesitaban una marcación no muy estricta: lo demás quedaba librado a sus dotes de actores de raza y a la explotación seriada de sus propias muletillas. Cuando Gómez intentó torcer hacia el drama, incluyendo la representación de algunas obras teatrales de su creación, le alcanzó el rigor de la censura. Apenas habían transcurrido seis años del debut en su sello con filmes como “El espejo” o “Casi un sueño” o aquella fresca y sabrosa saga de “La pequeña señora de Pérez” y “La señora de Pérez se divorcia”. junto a Mirtha Legrand y Juan Carlos Thorry, donde competía en simpatía con otros dos formidables comediantes: Francisco Alvarez y Felisa Mary. Lista engrosada por películas como “Novio, marido y amante” o la particular ¨”Se rematan ilusiones”, junto a José Olarra, dirigida por Mario César Lugones (luego esposo de Amelita Vargas), donde, a la manera de “Kilómetro 111”, con Pepe Arias, se ensayaba, en 1944, una crítica social dirigida contra los que boicoteaban la incipiente industria nacional.
Junto con la prohibición vino el exilio: Gómez partió a México junto a su esposa de entonces, Linda Cristal, con la que hizo algunas temporadas de teatro hasta que ella logró afirmarse y saltar hacia Hollywood, donde tuvo una destacada actuación perdurable en el tiempo. Pero a Tito Gómez lo marcaba el terruño y la obsesión por rodar una película. Nunca le llegó el préstamo prometido por el Instituto Nacional de Cinematografía ni la famosa Ley de Fomento de la época. Retornó a Córdoba, entonces, de donde había escapada a los 16 años recién cumplidos, donde hizo memorales ciclos, volvió a la radio y viajó enseguida a Formosa para ocupar un alto cargo en el área cultural de aquella provincia.
En 1978, su amigo de debut cinematográfico (no fue en Lumiton), Rafael “Pato” Carret -con quién compartió protagónicos en “Prisioneros de la tierra”, dirigidos por el director chileno y crítico cinematográfico Carlos Borcosque- lo convocó para la que sería, a la postre, su última película: “Patolandia nuclear”.
“Imposible ignorar el cielo” fue su obra máxima. La escribió pensando en el cine y acaso en el teatro. Había material, mucho y bueno, para sacar partido de esa historia dedicada a “niños grandes”. Finalmente, editó el libro, pero no pudo presentarlo. Cinco días antes de hacerlo, Tito Gómez, con su tonada eterna, partió definitivamente y regresará cada vez que la magia del cine (paradojalmente proyectado por televisión) lo convoque desde aquellas comedias frescas y reideras que las familias acostumbraban a ver los martes -”día de damas”- en las cientos de salas sembradas, como semillas, a lo largo y ancho del país.
Be the first to comment