Tributo de un vecino de Pompeya en el mes de la independencia

De nuestra redacción.- El aislamiento obligado al que nos somete la pandemia, también da pie a divagues y reflexiones. He aquí un muestra, en el tributo de un vecino de Pompeya que dejó fluir su imaginación y volcó en palabras esta escena:

El general se dejó caer en la banqueta de cuero sobado. Había olor a sudor y a bosta de caballo. Miró hacia el poniente y vio una pequeña mancha rosada que se ocultaba. El sol fláccido del otoño ponía tristeza sobre los arboles ralos y el caserío parecía más pobre con las sombras recortadas como parches negros.

Un asistente tiró insistentemente de las botas del jefe hasta que cedieron. El General sonrió tristemente. Había hastío en su rostro, una profunda melancolía que le cortaba la frente con dos profundas arrugas que parecían hechas a cuchillo. Bebió la poción inmunda que alguien le acercó, se secó los labios y la barba nazarena con el dorso de su mano, y se recostó contra la pared de adobe.

Tres años atrás, en un pueblo parecido a éste, un tumulto de voces y de gritos precedía al gigantón que, entre vivas y hurras, había consagrado a la devoción de la Virgen de la Peña la lucha definitiva por la América Grande. En un pueblo parecido a este había reclutado, con los ojos enfebrecidos por la pasión, a cientos de rotosos y de famélicos, a mulatos y mestizos, a descastados y a mercenarios dispuestos a morir por la paga de una ración diaria. La América Grande. La lucha definitiva contra la tiranía europea. La gran conquista de tierras y océanos para una bandera ancha y común. Demasiadas cosas pensaba este General que lucía una guerrera de mariscal francés y que había dejado atrás un futuro cierto y cien novias desesperadas por la aventura iniciada en un poblado de menesterosos que se aferraban a una ilusión como un ebrio a un árbol.

Recordó el llanto de aquella mujer vieja, de ojos muy claros, que le colocó un escapulario sobre la pechera de su flamante uniforme. Una medallita decía “Toño” y supo después que era el nombre del primogénito que un día marchó a la guerra de la Independencia y retornó envuelto en una sábana blanca, a las grupas de un viejo caballo manso que lo vino arrastrando de costado desde la montaña estremecida por el relampaguear de los cañones.

-Mi viejo Blas, tráeme un poco de aguardiente- pidió, y su asistente, vencido por la gota, renqueante, le acercó el porrón de barro. Regustó el sabor ácido y quemante que retorcía las tripas y daba algo de ímpetu al corazón quedo que latía cada vez más lentamente.

El General tenía fiebre y temblores de la malaria. Recordó los buenos días de San Martín y de Bolívar, y de las cartas que conservaba en una pequeña caja de cuero. El Libertador de Venezuela y de Colombia le había hecho llegar una corteza silvestre que interrumpía estos temblores cada vez más repetidos. Pero nunca más se reencontró ni con la hierba ni con Bolivar. Se conformaba con las gotas de quinina hasta que le atacaban estos picos de fiebre que lo llevaban al delirio.

Varias veces se había preguntado si no era fruto del delirio este sueño recurrente de la Gran América.

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